Sidney Poitier, actor estadounidense ganador de dos premios Oscar y conocido por Adivina quién viene esta noche y En el calor de la noche, ha muerto a los 94 años en Bahamas, en las islas en las que se crió y de donde venía su familia. El primer ministro del archipiélago ha dado la noticia.

Para alcanzar a entender quién fue y qué significó, quién es y qué significa (y desde ahora y para siempre, quién será y que significará) Sidney Poitier en la historia del cine, habría quizá que detenerse antes en lo primero, en la historia sin más. En 1968, un año después del año mágico en el que el actor, nacido en Miami en 1927, protagonizará sus tres películas tal vez más recordadas (Rebelión en las aulas, En el calor de la noche y Adivina quién viene esta noche), en Estados Unidos, el Tribunal Supremo acababa de declarar inconstitucionales las leyes contra el mestizaje aún en vigor en muchos estados. Y ello en un clima que social que convirtió en escándalo tanto un simple beso en la serie Star Trek entre el capitán Kirk y la teniente Uhura como el roce de los cuerpos de Harry Belafonte y Petula Clark en el prime time televisivo.

Y en esa atmósfera de segregación, injusticia, lucha por los derechos civiles y violencia (mucha violencia) él fue el hombre que dio con la clave desde la dignidad, la tranquilidad y la claridad de la razón. Dicho así, suena tremendo, pero repasar su filmografía es antes que nada una demostración del poder del sosiego cauto, de la inteligencia astuta y de la rebelión siempre pendiente. Entonces, y aún más ahora que cualquier consenso o acuerdo se antoja tan sospechoso, Sidney Poitier se alzó (y se alza) antes que como un simple actor como la encarnación de la sociedad necesaria frente a la mentira y el culto al odio. Ha muerto a los 94 años y su legado se antoja ahora más oportuno que nunca.

En Rebelión en las aulas, la película de James Clavell donde él hacía del profesor que todos quisimos tener después de haber encarnado diez años antes en Semilla de maldad al alumno irredento que quizá fuimos, una de sus alumnas le dice: «Eres como nosotros, pero no lo eres». Y quizá en la frase casi accidental y completamente contradictoria, Lulu (ella es) acierta a definir lo que siempre cualquier espectador, más allá del color de la piel, apreció en Poitier. Sus personajes siempre encarnaron el destilado de todo aquello que cualquiera identifica como lo deseable, lo cabal, lo cierto, pero que -por la razón que sea: por impericia, falta de constancia o simple estupidez- jamás alcanza.

Él, en efecto, era como nosotros, pero mucho mejor, más elegante, más correcto, más listo, mejor vestido.

Su primer papel de consideración llegó de la mano de Stanley Kramer en 1958. Fugitivos era la crónica de dos prisioneros a la fuga, pero sobre todo era la metáfora perfecta primero de un país y luego, y sin exagerar, de la propia condición humana como animal social. Encadenados, él y el racista al que da vida Tony Curtis, más que aprender a vivir juntos simplemente cobran consciencia de que vivir es eso: una fuga y la certeza de unas cadenas. Posteriormente, en La clave es la cuestión (1962), de Hubert Cornfield, repetiría como hombre negro (psiquiatra) enfrentado a la intransigencia de un nazi enfermo. Y es ahí, en la incansable necesidad de explicar una y otra vez lo obvio sin levantar jamás (o casi) la voz donde Sidney Poitier forjó su carácter. De alguna manera, él fue el elegido para explicar al mundo la lucha infatigable que exige la razón. Era como todos, sí, pero mejor.

Repasar su filmografía a lo largo de los 50 y los 60 tiene mucho de lectura coyuntural y reflejo de su tiempo, pero también de ejemplo gráfico y permanente del sentido de la propia democracia, de la convivencia sin más. Jamás dar lo evidente por sabido. En Un lunar en el sol (1961), de Daniel Petrie, encarna a un hombre empeñado en salir del gueto. La suya en este caso es una lucha personal en un reparto enteramente negro que se debate contra precisamente las sombras blancas del otro lado, la sociedad ajena que ni le pertenece ni le quiere. En Los lirios del valle (1963), la cinta de Ralph Nelson que le valió el primer Oscar (luego recibiría en 2002 otro honorífico), se alza como la imagen perfecta del único lugar de encuentro posible. De nuevo Poitier condenado a ser metáfora. El vagabundo encerrado en un convento entre monjas es también el único hombre posible con el que estar de acuerdo, en el que reconocerse y junto al que vivir. Para siempre. Un retazo azul (1965), de Guy Green, sería otro de los ejemplos de esta ruta hacia lo justo y, por añadidura esta vez, hacia lo fatal. Su amistad con una joven blanca se desvela sólo posible por la ceguera de esta última. Estamos ante un melodrama vocacionalmente descarnado y si se quiere ingenuo, pero también provocador, visceral y, a su manera, edificante gracias exclusivamente a la bondad entendida desde el rigor infatigable de un Poitier en el papel de Poitier. Como todos, pero más entero.

Y así hasta llegar a 1967. En En el calor de la noche, de Norman Jewison, su papel de Virgil Tibbs define antes que nada una forma de estar en el mundo. La frase «Me llaman Mr. Tibbs» cada vez que alguien se dirige a él como «muchacho» es algo más que una simple afirmación de identidad, es una exigencia de reconocimiento que funda un mundo, un espacio, la única sociedad posible. Pese a la apariencia de thriller, la película trata de la compasión, del otro. Y así es cada vez que el detective negro toca un cuerpo blanco. Y así es incluso cuando el detective negro golpea a su racista compañero blanco (Rod Steiger). No es en verdad una simple película, es toda una declaración de principios; los principios justos.

Adivina quién viene esta noche, de Stanley Kramer, es otra cosa y, a la vez, lo mismo. «Tú te ves a ti mismo como un hombre negro, yo me veo como un hombre simplemente», le dice el joven Poitier a su padre delante de la pareja inmensa y perfectamente blanca formada por Spencer Tracy y Katherine Hepburn. Él quiere ser el representante de una nueva generación, de un tiempo nuevo que se impone. En realidad, él quiere ser y es la viva imagen de un deseo siempre pendiente. El movimiento Black Lives Matter deja constancia hasta qué punto todo lo que se quiso en 1967 sigue siendo sólo eso: deseo. Como todos, pero el primero.

Pasarían los años, Poitier encarnaría por dos veces más a Mr. Tibbs, daría vida en una ocasión a Mandela y su carrera seguiría siempre atenta al mito propio encarnado sin mácula. Y para siempre. «El tipo de negro interpretado en la pantalla siempre fue un bufón, un payaso o un mayordomo. Este era el panorama cuando llegué al cine. Pero elegí no ser partícipe de estos estereotipos… Quiero que la gente sienta al salir del teatro que la vida y los seres humanos valen la pena. Esa es mi única filosofía», comentó en una ocasión. En 1968, llegó a ser el actor más rentable del momento. Lo fue quizá porque consiguió ser exactamente igual que todos a fuerza de dar vida al que todos quisiéramos ser. Como todos, pero mejor.

Fuente. El Mundo.

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